A la mañana siguiente, muy temprano, María salió del hospital a pesar de las indicaciones de los médicos.

Casi todo ya estaba empacado; solo metió lo imprescindible.

Cuando bajó las escaleras, Dylan y Emilia regresaban. Al verla, Dylan corrió hacia ella.

—¡Mari! Tu cuerpo no se ha recuperado. ¿Por qué te fuiste del hospital? Vamos, te llevo de vuelta al hospital.

Intentó tomarla del brazo. María negó con la cabeza.

—No hace falta. Ya me siento mejor.

Dylan insistió una y otra vez; como ella se mantuvo firme, no tuvo más remedio que ceder. La acompañó arriba, la cargó hasta la cama y la arropó con cuidado.

—Mari, todo va a estar bien —dijo.

María no respondió. Su celular vibró: una notificación de WhatsApp. Era un video que le había enviado Emilia: los dos besándose en el baño del hospital.

Dylan levantó la mirada justo cuando María habló:

—Dylan, ¿cuál es la clave de la caja fuerte?

Cuando se casaron, él había querido “darle tranquilidad”: redactó un acuerdo de divorcio y lo firmó. Lo guardaron en la caja fuerte con una clave de seis dígitos dividida entre ambos; cada uno memorizó tres cifras para que ninguno pudiera abrirla por su cuenta.

—Mis tres cifras son los últimos tres de tu año de nacimiento —respondió Dylan, sin darle importancia—. Las tuyas no las sé.

—Bien.

A las tres de la madrugada, María se levantó y abrió la caja.

Seis dígitos. Como sus seis años con Dylan: se habían ido en un suspiro.

Había dos ejemplares del acuerdo. Los firmó y los dejó sobre la mesa del comedor.

Luego abrió la puerta y arrastró la maleta. Afuera, el mentor la esperaba en el auto.

—Mari —dijo, echando un vistazo detrás de ella—, ¿tu esposo no salió a despedirte?

María se sentó, se abrochó el cinturón y arrojó al basurero el teléfono que había usado los últimos seis años.

—No hace falta.

Desde ese momento, no lo volvió a necesitar.