La noche anterior, cuando le confirmaron la cita, Pedro sintió curiosidad por saber con qué saldría Dylan. Al escuchar su primera frase, soltó una risa breve.
—Dylan, ¿qué es María para ti?
—Por supuesto, es mi esposa —respondió, como si fuera obvio.
—Veo que, para ti, una esposa es algo que se puede intercambiar. En eso no estoy de acuerdo. Para mí, María no tiene precio; no se compra con nada —dijo Pedro; llevó la taza a los labios y bebió un sorbo—. Si no hay más, me retiro. A María le gusta el desayuno que yo preparo. Voy a cocinarle.
—¿Viven juntos? —Dylan abrió los ojos; se puso de pie de golpe y lo sujetó por el cuello de la camisa—. ¡Te voy a matar!
Estaba por soltar el primer puñetazo cuando se abrió la puerta.
—¡Alto! —la voz de María cortó el aire. Corrió para detenerlos y, al alzar la vista, vio la lámpara de techo de cristal balanceándose sobre sus cabezas.
—¡Cuidado!
Ellos miraron hacia arriba justo cuando la lámpara se desprendía. María se lanzó, tiró de Pedro y los dos