A las cinco de la madrugada, Dylan se despertó de golpe, con la urgencia de ver a María. Caminó hasta el cuarto de visitas y, con la mano en el pomo, dudó. María acababa de perder al bebé; él creía que ella todavía no sabía que le habían retirado el útero, que ya no podría ser mamá. “¿Y si se entera…?”. Al instante se tranquilizó: incluso si María no podía tener hijos, quedaría el bebé de Emilia y de él. María era tan buena que, sin duda, lo querría como propio.
Empujó la puerta.
—Mari, ¿te sientes…?
Se quedó helado. El cuarto, que antes estaba lleno de cosas, lucía vacío, sin rastro de vida. Tampoco estaba María. Por reflejo corrió al baño. Impecable. Vacío.
“¿Adónde fue?”
Llamó a su celular. El mensaje de la operadora fue un balde de agua fría: el teléfono estaba apagado. La inquietud le subió por la garganta. Salió a toda prisa y, al llegar al pasillo, casi chocó con Emilia.
—Dylan, ¿qué te pasa? —preguntó ella, extrañada.
—Emilia, ¿viste a María? —la sujetó del brazo, ansioso.
—¿A