Tras varias semanas de quietud, una loba aprovechó la noche para infiltrarse en los límites del territorio, justo en el lugar donde el alfa haría guardia.
Se roció con la esencia de hierbas especiales, un truco que camuflaba su aroma natural entre el musgo y la tierra húmeda. Se puso uno de sus vestidos nuevos, de hombros descubiertos y mangas cortas que caían en volantes holgados. A diferencia de toda su ropa, la tela le llegaba solo a media pantorrilla. Una provocación calculada. Se ajustó el corsé con dedos temblorosos; quería que su figura esbelta se notara, que el alfa no pasara por alto esos detalles.
Se coronó el cabello con una guirnalda de flores blancas, un contraste puro contra la oscuridad. Avanzó hacia él con pasos sigilosos que apenas hicieron crujir la maleza. Sabía a la perfección que, una vez notara su presencia, la rechazaría. Pero el corazón se le aceleró con la sola idea de su mirada.
Dio un paso, luego dos, tres. Sus ojos oscuros vislumbraron los hombros anchos y