Los sirvientes del Rey irrumpieron en la habitación con el estrépito de las botas contra el mármol.
―Mi compañera no está en condiciones… ―protestó Noah, y se interpuso entre ellos y la cama.
―Eso no es algo relevante. Si su majestad requiere su presencia, deben ir ―replicó el sirviente albino, y su aclaración sonó más a reclamo que a obediencia.
Los ojos del Alfa del Este se llenaron primero de furia, luego de impotencia, y al final, de una resignación que le pesó en los hombros. Su mandíbula se tensó. Sabía que oponerse significaba condena.
Sin decir una palabra más, cargó a su hija dormida y a su esposa, que apenas lograba mantenerse erguida. Leah le rogó en voz baja que la dejara caminar, pero Noah no cedió; la presión de aquel mandato real lo aplastaba más que el peso en sus brazos.
El trayecto hasta el salón fue largo y silencioso. Los pasillos, iluminados por antorchas, parecían observarlos con la mirada muda de los retratos de antiguos monarcas. Leah, con la piel aún más pálid