El líder del consejo intentó aparentar calma. Se mantuvo de pie, con la barbilla en alto y los labios apretados, fingía tener el control absoluto de sus pensamientos. Pero no lo tenía. El temblor en sus párpados lo traicionó. Las venas del cuello comenzaron a hincharse y el sudor descendió por la frente en una línea delgada, imposible de ignorar. El miedo tomó posesión de su cuerpo semejante una infección incurable.
Los ojos se movieron sin control. Buscaban aprobación, un escape, algo. Nadie estaba dispuesto a sostenerle la mirada.
Noah lo observó. Lo diseccionó con la vista, casi al borde de desnudarle el alma. Si fuera otro momento, ya habría roto los dientes de ese tipo con un solo golpe. Sin embargo, algo más importante reclamó su atención.
Un quejido ahogado emergió desde el otro extremo de la habitación. Un sonido que desgarró la atmósfera, que recordó a todos que, pese a ser una “vidente” prodigio, seguía siendo una loba embarazada.
Leah se dobló sobre sí misma. Sujetó su abdo