Leah parpadeó. Su cuerpo se estremeció de pies a cabeza.
Hubo noches enteras en que había deseado eso: verlo, sentir su calor, escuchar su voz.
—Alfa Noah —dijo finalmente en un hilo de voz. Su estómago se revolvió.
—Leah —el lobo aspiró hondo y se corrigió—: mi Leah.
Ella se quedó con los pies clavados en la tierra. Temía que si avanzaba un paso, el suelo la tragara o, peor, que él se esfumara.
Temía que, como en tantas visiones, al tocarlo lo viera deshacerse en el aire.
Noah, al notar que su compañera permanecía inmóvil con los ojos brillantes de lágrimas contenidas, avanzó hasta ella.
Su cachorrita se movió inquieta en sus brazos. Para ella, él era un desconocido.
Cuando Noah quedó a unos pasos, la pequeña agitó los brazos en dirección a Leah.
La loba dio un paso y se lanzó sobre él.
Al principio temió que todo fuera un sueño, un espejismo, que al tocarlo se desvaneciera.
Pero era su olor. Era su calor.
La persecución, el hambre, el frío, las tempestades. Todo quedó opacado por la