Noah seguía confundido.
Los efectos del incienso y de los brebajes todavía hacían estragos en su cuerpo. La cabeza le zumbaba, el pecho le ardía y los pensamientos llegaban a destiempo, como si no le pertenecieran.
Escuchó un alboroto a lo lejos. Voces elevadas. Órdenes bruscas. Pasos acelerados que iban de un lado a otro.
Lo único que se le ocurrió fue hundir las manos en la tierra. Ocultar su olor. Fundirlo con la naturaleza.
Se cubrió el pecho, los brazos, el rostro. Arrastró un poco de barro sobre el cuerpo de la loba, que ahora parecía dormida, y la cubrió también. Permaneció ahí, inmóvil, con la respiración contenida; el corazón le golpeaba las costillas.
¿Qué demonios había pasado? ¿Qué consecuencias traerían esos actos?
Jamás pensó relacionarse de esa manera con esa loba. Todo fue obra de los malditos alucinógenos. De la lujuria que desataban todos esos efectos.
Su mente todavía no hilaba las cosas con la coherencia que a él le gustaría, pero una pregunta saltó: ¿qué hacía el