Ezra llegó al territorio con el corazón descontrolado. Su madre lo esperaba junto al umbral de la casa, con las manos juntas y los ojos húmedos. A unos pasos detrás, su padre permanecía rígido, con los brazos cruzados, sin decir nada. Pero no se marchaba.
Ezra recordó cómo antes de partir se había inclinado ante ellos. Sin orgullo. Sin escudos. Les pidió perdón por todo lo que les hizo por convertirse en todo lo que no querían. Por dejar que sus malos deseos del corazón lo gobernaran, por qué su rebeldía no inició al hacer ese Pacto.
Su madre lo abrazó de inmediato. Él se aferró a ese gesto como cuando era niño y tenía mucho miedo. Su padre no se movió durante varios segundos, hasta que finalmente se acercó, lo miró a los ojos y le puso una mano en el hombro. Ezra se abalanzó sobre él y lo abrazó con fuerza.
Luego recordó a Seren.
El guerrero del Oeste, derrotado, humillado y sin poder, había hablado con él poco antes de que se lo llevaran. No hubo rabia. Ni burla. Solo una voz rot