Alaska, desconcertada, abrió los ojos con sorpresa. No esperaba eso, no después de tanto tiempo en que los besos entre ellos se habían vuelto un recuerdo lejano, casi inexistente.
Durante semanas, él había mantenido una distancia gélida, tan marcada que parecía haber un muro entre ambos. Dormían juntos, pero no había en esa convivencia nada que pudiera llamarse intimidad. Vidal se comportaba con una indiferencia absoluta.
Cada noche llegaba a la casa sin demasiada prisa, a veces muy tarde, con el olor del alcohol adherido a su ropa. No solía presentarse ebrio, pero el aroma amargo del licor bastaba para delatarlo. Se duchaba, se acostaba en silencio y cerraba los ojos, como si la presencia de Alaska junto a él no significara nada.
Ella, desde su lado de la cama, intentaba iniciar conversaciones, pequeñas cosas cotidianas: cómo había estado su día, si había comido bien, si necesitaba algo. Pero él respondía con frases cortas, mecánicas, sin el menor interés. El único instante en que su