El nombre que no se debe pronunciar
León
El amanecer llegó demasiado rápido.
El cansancio me calaba los huesos, pero el peligro que acechaba no nos daba el lujo de dormir sin miedo. Me levanté antes de que Ethan y Ana despertaran, caminando por la casa con pasos silenciosos, observando cada grieta de las paredes, cada crujido del piso, cada mancha de humedad que trepaba como un cáncer silencioso.
“Algo despertó.”
Lo había sentido en el sótano cuando Anabel se desvaneció: un cambio en la atmósfera, un latido profundo que no pertenecía a ningún ser humano. Un hambre vieja.
Abrí mi libreta negra y pasé las páginas hasta llegar al dibujo de un símbolo que había visto grabado en la madera del sótano, detrás del viejo armario. Lo copié con carbón antes de que Ethan regresara a ayudarnos a subir a Ana.
Era un círculo con espinas, una figura que reconocía de los textos que mi madre guardaba.
Un sello de contención.
Lo que fuera que estaba ahí había sido sellado por alguien, hace mucho tiempo.