El sueño, plagado de pesadillas en las que Charlotte lo miraba con desprecio mientras se alejaba llevando a Sophie y a un bebé de rostro borroso, se quebró con violencia. Un golpe seco y autoritario en la puerta de su despacho resonó como un trueno en el silencio de la madrugada.
Adriano se incorporó de golpe, los músculos del cuello doloridos por la postura incómoda. La boca le sabía a cobre y a whisky rancio. Parpadeó, desorientado, mientras la luz grisácea del amanecer se filtraba por los ventanales, bañando el lujoso despacho de una palidez fantasmal.
—¡Adriano Rinaldi, sé que estás ahí dentro! —la voz de su madre, Fiorella, traspasó la madera maciza con una fuerza que no admitía réplica—. ¡Abre esta puerta ahora mismo o llamo a seguridad para que la eche abajo! — Una oleada de pánico, mezclado con una vergüenza profunda, lo recorrió. No estaba listo. No podía enfrentarse a ella, no con el olor a derrota y alcohol impregnado en su ropa. Pero sabía que era inútil resistirse. Cuando