El sonido del pestillo al caer fue el disparo de salida para su infierno personal. Adriano Rinaldi permaneció inmóvil en el rellano, mirando la puerta de roble macizo que ahora lo separaba de todo lo que amaba. El aroma a leche y talco de bebé que aún impregnaba su camisa le provocaba una punzada de dolor físico. Extendió la mano y rozó la madera con la yema de los dedos, como si pudiera absorber a través de ella el calor de la vida que continuaba al otro lado, una vida de la que ya no formaba parte.
Con movimientos torpes, recogió la bolsa de deporte negra que Charlotte había dejado a sus pies. Al hacerlo, el tintineo metálico de su navaja de afeitar chocando contra el frasco de vidrio de su colonia fue un recordatorio obsceno de su expulsión. Bajó las escaleras con paso pesado, cada peldaño un esfuerzo. La bolsa, que no pesaba más de cinco kilos, le resultaba una losa insoportable.
Al salir a la fría tarde de Brooklyn, la luz grisácea le dolió en los ojos. El bullicio de la ciudad,