Sofía
Cuando abro los ojos, la luz ya está ahí.
No es intensa. No es brutal. Una claridad suave, empolvada, casi irreal, que roza las sábanas como una mano vacilante. La habitación parece congelada en una especie de paz frágil, como si la noche, al retirarse, hubiera dejado atrás una tregua silenciosa, tal vez provisional. Pero real.
Y yo, estoy aquí. Desnuda, acostada sobre las sábanas arrugadas, los músculos adoloridos, el corazón aún latiendo por demasiadas cosas.
Él ya no está en la cama. Pero siento que está aquí.
Giro ligeramente la cabeza. Está sentado al borde de la cama, torso desnudo, los hombros caídos, la espalda encorvada. No dice nada. No se mueve. Sus dedos manipulan algo entre sus manos, un hilo de la sábana, un recuerdo, no lo sé. Pero todo en él grita preocupación. La duda. Y esa fatiga particular de los hombres que han atravesado una noche que no saben cómo reparar.
Parece un chico perdido en un cuerpo de hombre. Un rey depuesto en una habitación que no tiene nada d