Sofía
No duermo.
Quizás finjo un abandono, pero mis ojos están abiertos, fijos en la oscuridad. El silencio es pesado, casi insolente, saturado de lo que nuestros cuerpos han gritado en nuestro lugar.
No me ha tocado desde entonces. Está ahí, muy cerca, pero no ha dicho nada. No ha preguntado. No ha prometido nada.
Elio respira con calma, su mano aún posada alrededor de mi cintura como un sello invisible. Pero su calma es una mentira; siento su pulgar temblar levemente, como si su propia piel se negara a la inmovilidad.
Podría huir. Deslizarme fuera de la cama. Recoger mi ropa. Encerrarme en otra habitación. Podría.
Pero me quedo.
Estoy acostada de lado, los muslos adoloridos, la respiración entrecortada, el alma desgarrada. Mi corazón late demasiado rápido, mi garganta está seca, y, sin embargo, me sorprendo deseando que me toque de nuevo. Odio este deseo. Me ensucia. Me despoja.
Y él, allí, a mi espalda, arde sin decir una palabra.
— No duermes, murmuro finalmente, sin volverme.
Un