El eco de los disparos aún resonaba en los muros de la fortaleza cuando el último de los atacantes cayó abatido. El humo impregnaba el aire, mezclado con el olor metálico de la sangre. Los invitados respiraban agitados, algunos heridos, otros con la adrenalina aún recorriéndoles las venas.
Serena, con las manos firmes a pesar del temblor en su interior, bajó el arma que aún sostenía. Dante, jadeante, revisaba con la mirada cada rincón del salón, asegurándose de que no quedara ninguna amenaza. Mikhail, de pie sobre la mesa central, imponía orden con una sola mirada.
—Cierren todas las salidas —ordenó con voz de acero—. Nadie se mueve hasta que sepamos quién tuvo la osadía de traer esta traición a mi casa.
Los hombres de La Roja obedecieron de inmediato. Las puertas de hierro se cerraron con estrépito, dejando a todos atrapados dentro.
Los líderes de las organizaciones comenzaron a murmurar entre sí, con rostros tensos. Los Yakuza limpiaban sus katanas aún ensangrentadas, mientras los r