El aire en el pequeño despacho, improvisado dentro del gélido almacén, era tan tenso como el acero. Un teléfono de mármol y oro yacía hecho pedazos en una pared, con un agujero que mostraba la furia de Salvatore. El eco del almacén, con sus ruidos industriales y el frío de la noche, se filtraba por las paredes de la oficina, llenando el espacio con un ambiente sombrío.
Salvatore, con un traje de diseñador que contrastaba con el entorno sórdido, miraba a sus hombres, una docena de gorilas que temblaban de miedo. Su ira era una fuerza tangible que los estaba consumiendo.
—¿Cómo pudieron ser tan idiotas? —gritó, su voz era un rugido, pero sus ojos estaban tranquilos, una calma gélida que era más aterradora que cualquier grito—. ¿Cómo se les pudo escapar? ¡Lo habían dejado malherido, desangrándose, amarrado a un árbol!
Uno de los hombres, con el labio partido, intentó hablar.
—Señor, no…
Pero Salvatore no lo dejó terminar. Se acercó a él y le dio una bofetada tan fuerte que le hizo caer a