La mañana siguiente fue distinta.
No había alarmas, ni disparos, ni olor a pólvora. Solo el sonido del viento recorriendo los patios de la Fortaleza y el mar golpeando la costa con una calma casi desconcertante.
Dante caminaba por los pasillos de mármol, con el abrigo negro abierto y las manos en los bolsillos. Su mirada no se detenía en nada; observaba, pero no veía.
A cada paso, los recuerdos de la noche anterior lo perseguían: el disparo, la sangre, el rostro de Corrado desvaneciéndose.
Había ganado, sí.
Pero la victoria se sentía hueca, como si en lugar de cerrar un ciclo, hubiera abierto una herida nueva.
—Sigues sin dormir —dijo una voz detrás de él.
Era Mikhail. Vestía de civil, sin su uniforme ni insignias. Llevaba una taza de café en la mano y una expresión que mezclaba agotamiento y alivio.
—Dormiría —respondió Dante— si mi cabeza dejara de repasar todo lo que pasó.
Mikhail asintió y le tendió la taza.
—Café ruso. Te despeja y te mata al mismo tiempo.
Dante aceptó una sonris