La tarde había caído sobre la ciudad, tiñendo el cielo de un tono dorado y cálido. Las luces del jardín comenzaban a encenderse en la mansión Ferrer, proyectando destellos suaves sobre los muros de piedra y los extensos rosales que bordeaban los senderos.
Andrés regresó manejando su auto en silencio, el peso de la conversación con Alejandro aún flotando en su mente. Detuvo el vehículo en el amplio estacionamiento y, al bajar, se encontró de frente con Sandra.
Ella estaba radiante.
Vestía un vestido ligero de color celeste que abrazaba su figura con delicadeza. Su cabello caía en suaves ondas sobre sus hombros, y un leve maquillaje realzaba aún más la dulzura de su rostro. Andrés se quedó quieto, atrapado por su belleza natural. Su corazón dio un brinco involuntario en su pecho.
—¿A dónde vas, tan hermosa? —preguntó, bajando del auto y acercándose a ella, con una voz que pretendía ser casual, pero que denotaba un matiz de interés genuino.
Sandra lo miró, dudando por un breve instante.