La habitación del hotel estaba sumida en un silencio espeso, roto únicamente por el leve tintineo de los hielos derritiéndose en el vaso de whisky que Alejandro sostenía entre sus dedos. El licor ámbar giraba lentamente mientras su mirada fija se perdía en un punto indeterminado de la alfombra. Era tarde, pero el sueño no llegaba. Tenía la mente en otra parte. En otra vida. En otro amor que ya no existía.
Camila.
Cerró los ojos con fuerza, como si eso bastara para apagar su recuerdo. Pero no lo lograba. Cada gesto, cada risa, cada caricia lo perseguía como una sombra.
El timbre del teléfono lo sacó abruptamente de su ensimismamiento. Parpadeó un par de veces, como regresando a la realidad, y alargó la mano hacia el móvil que vibraba sobre la mesa. Al ver el nombre en la pantalla, sintió un pequeño nudo en el estómago: Jaime, el padre de Irma.
—¿Aló? —contestó con voz ronca.
—Señor Ferrer, disculpe que lo moleste a esta hora… —dijo Jaime con la voz entrecortada—. Estamos en el hospital