La cena había terminado con una sensación de paz y alegría que pocas veces se sentía en aquella casa. Las risas se mezclaban con las voces suaves de los invitados, mientras todos salían del comedor con sonrisas genuinas. El ambiente, cargado de afecto, parecía un pequeño respiro entre tantas tormentas pasadas.
Isabella ayudaba a la servidumbre a recoger la mesa, mientras Carlos charlaba con Óscar en la sala sobre los viejos tiempos. Sandra subía a acostar a Melody, y Emma acompañaba a su esposo con una copa de vino en mano. Irma caminaba de la mano de Alejandro, sus dedos entrelazados con fuerza, como si necesitara aferrarse a esa paz que tanto le costaba sostener.
Fue entonces cuando Jaime, el padre de Irma, se acercó a la pareja.
—Alejandro —dijo con tono firme—, ¿podemos hablar a solas?
Irma lo miró de inmediato, preocupada. Apretó un poco más la mano de Alejandro y con los ojos le pidió una explicación, como si temiera lo que aquella conversación podría implicar.
—Papá… —murmuró,