Un silencio denso se instaló en la oficina de Don Rafael tras sus palabras. La incredulidad se había estampado en el rostro de Leonardo, sus ojos oscilando entre su padre y yo, buscando una explicación lógica a lo que acababa de escuchar. Yo, por mi parte, sentía una oleada de satisfacción recorrer mi cuerpo, un pequeño triunfo en medio de la tormenta de emociones que aún me sacudía.
—Gracias, Don Rafael —dije, con una sinceridad que nacía de lo más profundo de mi ser. Su astucia y su repentino apoyo me habían tomado por sorpresa, pero sentía que este era el primer paso hacia algo… no sabía exactamente qué, pero sentía que era un paso en la dirección correcta.
Leonardo finalmente encontró su voz, aunque sonaba ahogada, casi como si le costara creer lo que sus propios oídos habían escuchado. —¿Padre… qué estás diciendo? ¿Asistente de Catalina? ¿Yo?
Don Rafael lo miró con una severidad que no admitía réplica. Su rostro, habitualmente sereno, mostraba una firmeza inquebrantable. —Así es,