Esa tarde, el apartamento era un hervidero de papeles, gráficos y presentaciones. Mi escritorio improvisado en la sala estaba cubierto de documentos, cada uno de ellos un testimonio de las horas que había dedicado a este proyecto. El aroma a café, que se había vuelto mi fiel compañero en las largas noches de estudio, flotaba en el aire, mezclándose con el tenue olor a metal que aún se aferraba a mi ropa de trabajo.
Revisaba cada diapositiva, cada cifra, cada argumento. El proyecto era mi bebé, una extensión de mi pasión por la mecánica y mi visión para el futuro. Quería que fuera impecable, que reflejara mi profesionalismo y mi dedicación. La oportunidad de presentarme ante inversionistas de la talla de Alberto Perales era un sueño hecho realidad, un paso gigante hacia mi independencia y el empoderamiento que tanto anhelaba.
Justo cuando terminaba de revisar la última diapositiva, la puerta del apartamento se abrió con un chirrido familiar. Levanté la vista. Era Leonardo. Venía con el