El eco de mis palabras aún resonaba en los pasillos de la empresa. Dejé a Leonardo plantado, con el rostro descompuesto por la furia y la humillación, mientras los murmullos de los empleados se convertían en un coro de asombro. La satisfacción que sentía era agridulce; una parte de mí se regocijaba en su desconcierto, pero otra, la que aún recordaba la promesa de la noche anterior, sentía un punzante dolor.
Lo conduje por los pasillos, sin mirarlo, hacia la que sería mi nueva oficina. Era un espacio amplio, con grandes ventanales que ofrecían una vista impresionante de la ciudad. Un escritorio de madera oscura y una silla ergonómica esperaban, símbolos de mi nuevo poder. Leonardo me siguió en silencio, su respiración agitada delataba su ira contenida.
Al entrar, cerré la puerta con un golpe sordo, cortando el bullicio de la oficina. El silencio que se instaló entre nosotros era tenso, cargado de la electricidad de una tormenta inminente. Me giré para enfrentarlo. Él estaba allí, parad