El olor a aceite de motor, a metal caliente y a café recién hecho era el perfume matutino de Catalina. En el taller de la empresa, las herramientas y rugidos mecánicos, era el único lugar donde se sentía verdaderamente en control. Pero esa mañana, el control se le escapaba de las manos, resbaladizo como la grasa. Leonardo, con su camisa de seda impecable y su cabello perfectamente peinado, estaba sentado en un banco de trabajo, luciendo tan fuera de lugar como un lirio en un pantano. La tensión entre ellos era tan densa que casi se podía cortar con una llave inglesa.
Catalina apretó los labios, el sabor amargo de la traición aún persistía en su boca. Habían pasado apenas unas horas desde que la verdad había salido a la luz, y su estómago seguía revuelto.
—¿Vas a explicarte o vas a seguir mirándome como un cachorro mojado? —espetó Catalina, sin rodeos, mientras apretaba una tuerca con más fuerza de la necesaria. El metal gimió.
Leonardo se removió incómodo, sus ojos azules, habitualme