Viraag
Viraag
Por: Gxlaxy95
01

Cuando la pasión llegó a su corazón, lo hizo desde muy temprana edad. Tenía apenas seis años cuando sus oídos captaron la melodía más dulce que jamás había escuchado. No se parecía en nada a las canciones que su madre solía poner en la radio, esa estación ochentera que tanto le gustaba. Esta música era distinta: suave, envolvente, casi mágica.

Siguiendo el sonido, bajó hasta el sótano de su casa. Ese lugar oscuro que solía darle miedo, pero en ese momento no pudo detenerla. Allí, entre sombras y polvo, vio a su padre tocando un viejo piano que apenas recordaba haber visto dos veces en su corta vida.

La primera vez fue cuando lo trajeron: un piano de madera color marrón claro, con grietas en su superficie y teclas amarillentas por el paso del tiempo. La segunda, el día en que su padre decidió limpiarlo y repararlo, aunque luego lo relegó al sótano.

—¿Papá? —preguntó ella con voz suave, mientras él dejaba de tocar y abría los ojos.

—Oh… ¿Te desperté, princesa? —Él sonrió con ternura y ella asintió.

—Perdón… ven aquí —dijo, palmeando el espacio vacío en la banca de madera. Ella caminó sin dudar y se sentó a su lado.

—¿Te gustó la música?

—Suena linda —respondió, tocando una tecla con el dedo.

Su padre soltó una risa cálida.

—Este piano era de tu abuela. Amaba la música clásica y le pidió a tu abuelo que le comprara uno para aprender a tocar. Pasaba horas aquí, feliz, descubriendo cada nota. Un día decidió enseñarnos a mí y a tu tía… pero a tu abuelo no le gustaba vernos tan risueños. Siempre nos limitaba; no quería que perdiéramos el tiempo con la música.

Volvió a tocar bajo la mirada expectante de su hija.

—Un día le dije que quería dedicarme a la música clásica, no solo al piano sino también a otros instrumentos del género. A tu abuelo no le gustó. Casi destruye el piano. Decía que no quería que fuera un don nadie si aquello no funcionaba. Quería que tuviera una vida mejor… que fuera feliz. Pero al hacerlo, destruyó mis sueños.

La melodía que flotaba en el aire parecía abrazar la pena de su padre. A su edad no podía comprender del todo esa nostalgia, pero algo en su corazón se estremeció. Era como si esa música y ese momento marcaran el inicio de algo imposible de olvidar.

—¿El abuelo era malo? —preguntó la niña con ojos grandes.

Él negó suavemente con una sonrisa, sin dejar de tocar.

—Tu abuelo quería lo mejor para mí. No fue la mejor forma, pero lo consiguió. Me tomó tiempo entender que no era un villano, sino un padre preocupado por el futuro de su hijo. Eran otros tiempos y sobresalir económicamente no era fácil. Además, si no hubiera ido a esa empresa aquel día, no habría conocido a tu madre… y tú, junto con tu hermano, no estarían aquí.

—Entonces… ¿eres feliz, papá?

—¡Por supuesto! Soy feliz con lo que tengo —dejó de tocar y rodeó a su hija con el brazo, abrazándola con cariño—. No cambiaría nada de mi vida si eso significara perderlos a ustedes.

La niña sonrió. Escuchar a su padre hablar le encantaba: su voz, sus historias, su manera de ver el mundo. Sentía una conexión profunda con él. No por nada era el mejor papá del mundo.

—Yo quiero aprender a tocar… ¿puedo? —preguntó con ojos brillantes.

Él se sorprendió un poco, luego sonrió y asintió.

—¡Claro! Papá te va a enseñar a tocar piano —dijo, antes de añadir— si prometes aprenderte el poema de tu libro de lectura antes de tu clase del lunes.

Ella frunció el ceño y exclamó:

—¡No! ¡Eso es chantaje!

Su padre rió entre dientes.

—Se dice “chantaje”, cariño.

—¡Eso! No sé bien qué significa, pero mamá lo usó contigo una vez.

—No te rías —refunfuñó ella, cruzándose de brazos con una expresión adorable.

—Es solo una pequeña condición. Sé lo capaz que eres, cariño. Confío en que lo lograrás.

La niña lo miró de reojo unos segundos, antes de relajarse y asentir con un puchero en los labios.

—Está bien, papá.

—Muy bien. Ahora vamos a la cama. Mamá se va a enojar si no duermes tus ocho horas —bromeó, haciendo que la niña soltara una risita.

—Vamos, arriba —dijo, levantando los brazos para que su papá la cargara.

Él la tomó entre sus brazos, riendo mientras subían las escaleras. Ella le jalaba juguetonamente unos mechones de cabello.

Fue la primera vez que mostró verdadero interés por la música. Su curiosidad fue tan grande que logró que su padre comenzara a enseñarle a tocar el piano. Sí, falló en aprenderse el poema... pero fue paciente. Y después de una semana, lo consiguió.

Su padre comenzó a enseñarle los acordes del piano poco a poco. Cuando cumplió diez años, ya era una experta. Él le había transmitido todo lo que sabía, y luego le pagó clases particulares para que siguiera perfeccionando su técnica. Podría decirse que ahí nació su pasión por el mundo artístico... aunque a esa edad, todos lo veían como un simple hobby.

A los catorce, en su segundo año de secundaria, vivió su primer enamoramiento. Uno real, no como el que sentía por Danny Phantom. Quiso confesarle sus sentimientos, pero no sabía que el chico ya tenía novia. Y como no estaba en sus planes meterse en una relación complicada, decidió superarlo. ¿Cómo lo logró sin morir en el intento? Escribiendo. Así nació su primera composición. Inocente, sí, más poema que canción, sin ritmo ni estructura... pero llena de emoción.

Cuando se lo recitó a su padre, él quedó encantado. Lo pegó en el refrigerador por semanas. Luego, al enterarse de que estaba inspirado en un chico, se transformó en un papá oso celoso. Si por él fuera, encerraría a su hija en una torre y espantaría a cualquier pretendiente como un dragón guardián.

El tiempo pasó rápido. Demasiado, para el gusto de su padre. A los dieciséis, el encanto por la música comenzó a desvanecerse. El piano se volvió monótono, o eso creía. Ya no lo tocaba con la misma frecuencia. Sentía que sabía lo suficiente, y tampoco soñaba con dedicarse a la música clásica. Así que lo dejó de lado.

Tuvo varias charlas con su padre. Sí, también esas otras charlas incómodas sobre condones y cosas por el estilo. Pero la más importante fue cuando él le preguntó qué quería hacer con su vida. Le faltaba un año para graduarse, y aún no tenía respuesta.

Nunca se había detenido a pensar en el futuro. Salir con sus amigos, divertirse sin preocupaciones... tal vez por eso nunca se planteó nada serio. Con el tiempo, logró reducir sus opciones a dos: estudiar leyes y unirse al bufete familiar, o dedicarse a las artes plásticas. Ambas eran buenas alternativas.

Pero aunque su cabeza estaba de acuerdo, su corazón gritaba otra cosa. Una inconformidad difícil de explicar.

Cantar nunca había sido parte de sus planes. Al menos no conscientemente. Pero recordaba los festivales escolares, cuando su madre la inscribía con entusiasmo. Cantó, bailó, actuó. La primera vez le dio terror, y eso que era en grupo. Cantar para los papás en su día especial la hizo sentir presionada. Era una niña, y sí, olvidó parte de la letra. Pero según sus padres, lo hizo increíble.

Aun así, su pasión por el canto no nació ahí. Fue en el festival de fin de año del bachillerato, organizado en conjunto con otras escuelas. Ese año, había más actividades y más estudiantes: ciento cincuenta más que el anterior. Ella se apuntó a manualidades, pero sus amigas insistieron en ir al evento musical.

—¿Cómo que se descompuso su auto? —repitió con incredulidad—. Dios... ¿y ahora qué hacemos con toda esa gente esperando?

—No tengo idea. Solo necesitamos un corista, un guitarrista o alguien en el teclado. Al menos uno.

No entendía cómo había terminado escuchando esa conversación entre dos integrantes de la banda y lo que parecía ser el organizador.

—A menos que saques a alguien del bolsillo, será mejor posponer el concierto.

—¿Y lidiar con la ira de Leila? No, gracias. Aprecio mi vida.

¿Quién era Leila? Debía ser alguien con bastante poder para que dijeran eso.

—Ella puede tocar el piano...

—¿Ella... espera, qué? —soltó Nina, cayendo en cuenta de que su amiga la señalaba como si nada. Recibió las miradas de todos.

—¿Sabes tocar el piano? —le preguntaron, sujetándola por los hombros. Ella asintió, sorprendida por la mirada desesperada del hombre.

—¿Has tocado frente a muchas personas?

—¿Qué tan buena eres cantando? ¿Podrías hacer coros?

—No, no —negó con la cabeza, apartándose. Todo era demasiado disparatado.

—¿Por qué no? Eres muy buena, y no te importa estar frente a gente —dijo Amanda, su amiga.

Tenía razón. No le molestaba tocar frente a personas... pero no a más de diez. Eso le causaba nervios, y lo más seguro era que olvidaría cómo se toca.

—Sí, pero no a más de diez —susurró al oído de Amanda, quien se encogió de hombros.

—No importa. Si te equivocas, está bien. No tienes que ser experta. Solo toca para ti. Como en nuestras reuniones. Piensa que estamos en la sala de tu casa —le sonrió, dándole un apretón en el hombro—. Además, te gusta tararear y cantar. No estaría mal que hicieras coros.

Ambas rieron, recordando aquellas veces que cantaban como locas mientras ella tocaba el piano. No solía hacerlo antes, pero cuando sus amigos descubrieron que sabía tocar, le pedían canciones como si fuera una rocola.

El organizador no perdió tiempo. Apenas escuchó el "sí, pero no a más de diez", lo interpretó como un "sí rotundo" y comenzó a dar instrucciones como si ya fuera parte oficial del elenco.

—¡Perfecto! Entonces tú vas al teclado. Amanda, ayúdame a conseguirle una copia de las partituras. Y tú —señaló a otro chico—, ve a buscarle una camiseta del grupo. Que se vea parte del equipo.

Ella parpadeó, confundida. ¿Qué acababa de pasar? ¿En qué momento pasó de estar en manualidades a ser parte de una banda escolar improvisada?

—¿Qué estoy haciendo? —murmuró, mientras Amanda le entregaba una hoja con acordes y letras garabateadas.

—Estás salvando el concierto —respondió su amiga con una sonrisa cómplice—. Y, de paso, probando algo nuevo.

La sala de ensayo improvisada era un caos. Cables por todos lados, chicos corriendo, voces mezcladas. Le asignaron un teclado algo viejo, con dos teclas que no sonaban. "No importa", pensó. "Puedo adaptarme".

Se sentó, respiró hondo y dejó que sus dedos recorrieran las teclas. Al principio, temblaban. Pero luego, como si el piano la reconociera, todo fluyó. Tocó los primeros acordes, y aunque no eran perfectos, tenían alma.

—¿Puedes hacer los coros también? —preguntó uno de los chicos, acercándose con una guitarra colgada al hombro.

Ella dudó. Cantar frente a tanta gente... no era lo mismo que tararear en la sala de su casa. Pero algo dentro de ella se encendió. Tal vez era la adrenalina, o tal vez era ese recuerdo de cuando escribió su primer poema por amor. Esa sensación de querer decir algo, de querer ser escuchada.

—Lo intentaré —respondió, sin prometer nada.

El ensayo fue breve. El tiempo apremiaba. Cuando llegó el momento del concierto, el auditorio estaba lleno. Más de cien personas. Luces, murmullos, cámaras de celulares. Todo parecía demasiado.

Pero entonces Amanda se acercó, le tomó la mano y le susurró:

—Recuerda: toca para ti. Canta para ti. Como si estuviéramos en tu sala.

Y así lo hizo.

Los primeros acordes salieron suaves, tímidos. Luego, con más fuerza. Su voz, al principio apenas audible, comenzó a elevarse. No era perfecta. Se le fue el aire en una nota, se le olvidó una palabra. Pero nadie lo notó. Porque lo que transmitía era real.

Cuando terminó, hubo aplausos. No estruendosos, pero sinceros. Algunos chicos se acercaron a felicitarla. El organizador le guiñó un ojo. Amanda la abrazó como si acabara de ganar un Grammy.

Y ella... ella se sintió viva.

No sabía si quería dedicarse a la música. No sabía si el canto sería parte de su futuro. Pero por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba haciendo algo que la conectaba con lo que era. Con lo que sentía.

Esa noche, al llegar a casa, su padre la esperaba en la sala.

—¿Cómo te fue?

Ella sonrió, se sentó junto a él y respondió:

—Creo que... volví a tocar para mí.

Él no dijo nada. Solo le pasó una taza de té y le acarició el cabello. Como si entendiera que, sin importar lo que eligiera en la vida, la música siempre sería parte de ella.

Y entonces, el recuerdo se desvaneció.

El murmullo del público al otro lado del telón la trajo de vuelta. El presente era otro. Ya no había Amanda. Ya no había festivales escolares ni teclados con teclas mudas. Ahora estaba sola, sentada en el camerino de uno de los teatros más grandes del país, con su nombre iluminado en la marquesina: Nina Vargas.

"La reina de la melancolía", decían los titulares. "La voz que canta lo que todos callan". Y sí, era cierto. Cada canción que escribía tenía un destinatario oculto. Él. El amor que no fue. El hombre que la dejó justo cuando ella más creía en los dos.

Pero ya no lloraba por él.

El dolor seguía ahí, sí. Silencioso. Elegante. Como una cicatriz que no se ve, pero que arde cuando la tocas. Lo recuerda. Lo canta. Lo transforma. Pero no se quiebra.

Sobre la mesa, su cuaderno. El mismo que la ha acompañado desde que era adolescente. Lo abre con cuidado, como si fuera un relicario. En la última página, escrita con tinta firme, una frase:

> "Si me escuchas cantar, sabrás que aún te llevo dentro."

Suspira. No por debilidad, sino por memoria.

Cierra los ojos. Y por un instante, vuelve a tener catorce años. Vuelve a estar en ese festival, con los nervios a flor de piel, con Amanda apretándole el hombro, con el organizador gritando órdenes. Vuelve a ser esa niña que no sabía que tocar frente a más de diez personas sería el inicio de todo.

Pero ahora son miles.

Y él no está entre ellos.

La puerta se abre. La asistente asoma la cabeza con suavidad.

—Cinco minutos, reina.

Nina asiente en silencio, se pone de pie y deja que el vestido caiga con gracia hasta el suelo. Toma el micrófono con ambas manos y se acerca al espejo: no para repasar su maquillaje, sino para encontrarse con esa niña que convirtió el abandono en arte, esa artista que canta para quienes no saben ponerle palabras a sus emociones, esa pequeña que escribió su primer poema por amor y ahora llena estadios con sus baladas.

Sale al pasillo y el murmullo del público le envuelve el corazón. Camina hacia el escenario con pasos acompasados, sintiendo el eco de sus tacones en la madera. Las luces se apagan de golpe y el telón se eleva; frente a ella, el piano permanece fiel, silencioso, cómplice.

Se sienta al borde del banco, ajusta el micrófono a la altura justa, respira hondo y apoya los dedos en las teclas. Un acorde rasga la penumbra, y una tristeza hermosa inunda la sala: un anhelo que no exige regreso, solo reconocimiento. La melodía nace suave, íntima, y su voz, al principio temblorosa, se alza con decisión. Nadie advierte que esa canción está pensada para él, pero Nina lo sabe, y esa certeza le da fuerza.

Mientras las notas y los versos se entrelazan, ella deja de ser una cantante para convertirse en testimonio, en eco, en confesión. Cada verso es una carta no enviada, una despedida que nunca pronunció, un amor que late vivo en la música. Cuando el último acorde muere, el silencio dura un instante—lento, solemne—antes de estallar en aplausos. El telón cae mientras el público celebra a Nina Vargas, “la reina de la melancolía”, y ella sostiene el silencio de su triunfo: por fin, ha sido escuchada.

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