Crecer en Alaska, el lugar más frío del planeta, no fue sencillo. Aquel pueblo blanco, donde el aliento se convierte en escarcha en cuestión de segundos y la piel se quiebra si no la proteges bien, forjó cada fibra de mi carácter y el de mis hermanos. Pavel, Alexei, Roman, Sergei y yo aprendimos desde pequeños a soportar el dolor, a sobrevivir al silencio cruel de un invierno eterno, a convivir con la muerte como una sombra silenciosa que rondaba las esquinas de nuestra aldea cada vez que alguien se perdía en la nevada o se quedaba dormido bajo la helada sin despertar jamás. Pero también aprendimos a amar, a cuidarnos con una lealtad feroz que ninguna doctrina inquisidora ha logrado quebrar.
Nuestros padres eran estrictos, duros como el hielo que cubría los árboles hasta quebrarlos… pero jamás nos faltó su amor. En ningún sentido. Ellos nos criaron con la severidad necesaria para sobrevivir en un lugar donde hasta respirar dolía. Pero también con la calidez de quienes no quieren que s