Casi nunca había gritos cuando me tocaba trabajar con Pavel. Él era precisión: enfocado, disciplinado, capaz de desmantelar la esencia misma de cualquiera que cayera en una de las salas de interrogación. Su método resultaba perturbador, un contraste inquietante: impecable en la superficie, pero devastador en lo más profundo. No necesitaba alzar la voz ni recurrir a excesos; bastaba con su mirada calculada y la calma gélida de sus habilidades sobrehumanas para quebrar al más fuerte.
Yo, en cambio, era distinto. A mí sí me gustaba hacerlos gritar. Sus alaridos eran como una balada que me reconfortaba, una sinfonía de dolor que me recordaba que esos miserables ardían en un infierno creado por mis manos. Y lo merecían: traidores, traficantes, asesinos. Cada grito era justicia y castigo.
—Bien. Está listo… haz lo tuyo —murmuró Pavel, apartándose con la serenidad de quien ya había hecho su parte.
Lo miré de reojo y solo asentí. Era mi turno. Dejé que la oscuridad se abriera paso en mi inter