Mundo ficciónIniciar sesiónSubí las escaleras, agarrándome a la barandilla de hierro forjado con incrustaciones de oro, cuyos peldaños eran de una piedra desconocida, sintiendo que mis piernas se movían por inercia.
El vestido azul profundo se sentía como una piel ajena. La orden de Lucas había sido un acto de autoridad absoluta que humilló a Nora en el salón, pero que me humillaba a mí en privado.
Al llegar a la habitación, la puerta ya estaba entreabierta. Entré y me quedé quieta.
Lucas estaba junto a la ventana, dándome la espalda, la silueta de su cuerpo poderoso enmarcada por la luz nocturna. El ambiente estaba cargado de una tensión tan espesa que apenas podía respirar.
—Cierra la puerta, Ruby —ordenó, sin girarse.
Obedecí en silencio, el pequeño clic del seguro al cerrarse sonó como el fin del mundo.
Lucas se giró. Sus ojos no reflejaban la calma de antes; ahora eran fuego puro, con una intensidad que me quemaba. Su mirada me recorrió de arriba abajo, deteniéndose en el vestido de seda que Nora había elegido para mí.
—Nora no pierde el tiempo —dijo, con un tono de fastidio dirigido a su esposa—. Supongo que estás al tanto de los nuevos documentos que firmaste hoy.
—Sí, señor —logré responder.
—Bien. Olvídate de la tregua de anoche —declaró, confirmando mis peores miedos—. Me excedí. Lo que hicimos no fue un favor, fue un contrato. No hay espacio para juegos de niños.
Se acercó lentamente, cada paso amplificando la opresión del momento. Yo me mantuve inmóvil, mi último acto de resistencia.
—No voy a ser rudo —dijo él, deteniéndose justo frente a mí—. Pero tampoco voy a esperar.
Extendió la mano y sin pedir permiso, agarró el cierre del vestido. Sentí el frío del metal en mi espalda. Un instante después, el vestido cayó a mis pies, dejándome expuesta la lencería de encaje negro que Nora me había obligado a ponerme debajo.
Retrocedí instintivamente, cubriéndome el pecho. Mi corazón latía desbocado, no solo por miedo, sino por la vergüenza de mi cuerpo, desnudo y expuesto como la prueba de mi venta.
Lucas observó mi reacción. Su rostro se suavizó, pero solo por un instante.
—Mira, Ruby —dijo él, con voz más baja—. Sé que esto es difícil. Pero la vida de tu madre depende de que cumplas tu parte. Y mi herencia depende de mi hijo.
Quitó la chaqueta de su traje y la dejó caer sobre un sillón. Desabrochó los gemelos de su camisa con una calma brutal. Su musculatura se hizo evidente. Era la manifestación del poder que me había comprado.
—No me hagas prolongar esto, por favor —susurró, con un tono de súplica que me desarmó más que una amenaza—. Solo ven.
—No... no es tan fácil —susurré, sintiendo mis mejillas arder—. La noche pasada... usted me dijo que no me iba a obligar.
—La noche pasada no estaba listo. Hoy sí. Además… —dijo él, y un matiz de culpa cruzó por sus ojos—, la tregua se canceló cuando Nora te convirtió en su obra de arte. Ella no me dejó elección.
Me agarró del brazo sin brusquedad y me llevó directo a la cama. Sentir su piel caliente contra la mía me dio un escalofrío. Me dejó caer sobre las sábanas de seda.
Lucas se echó encima. Su cuerpo era firme, confirmando quién mandaba en ese momento. Se inclinó y me dio un beso en la frente, casi como pidiendo permiso, antes de ir a buscar mi boca.
El beso era suave, pero tenía autoridad. Yo no respondí. Me quedé dura. Mi cabeza gritaba "¡No!", pero mi corazón, solo gritaba el nombre de mi madre.
Lucas lo notó enseguida. Pareció entender mi resistencia. Se detuvo, me miró fijo a los ojos. Vio las lágrimas que se me escapaban en silencio.
—Lo siento, Ruby —murmuró, su voz apenas audible. Y con esa disculpa forzada, rompió el último límite.
Sentí el calor de su piel sobre la mía, el aroma a colonia cara que siempre flotaba a su alrededor, y el peso aplastante de mi destino. Lucas me había tumbado en las sábanas de seda.
Sabía lo que iba a pasar. Yo era virgen, y él lo sabía. La intimidad se sentía predestinada, dolorosa y abrumadora. Un dolor físico que yo sabía que se mezclaría con el dolor emocional de mi sacrificio.
Se inclinó y me miró a los ojos, con una intensidad que me hizo temblar. No había dulzura, solo una posesión impaciente.
Su mano bajó, gruesa y firme, y tiró de mis bragas de encaje. La rompió sin cuidado. El sonido de la tela cediendo fue un ruido sucio que resonó en el silencio. Yo estaba expuesta, temblando.
Él se deshizo de su ropa con una rapidez brutal. Su polla, dura, gruesa y grande, se alzó. Me agarró las rodillas y las separó con fuerza, obligándome a abrirme. Mi corazón martilleaba en mi pecho.
—Mírame, Rubí. —me dijo.
Me colocó una mano bajo la nuca, levantándome un poco la cabeza para asegurar que mis ojos estuvieran fijos en los suyos. El aliento me falló.
Sin más preámbulos, presionó la punta ardiente de su polla contra mi entrada. Sentí la piel estirarse, el roce áspero y el dolor inminente.
—Esto va a doler, Rubí. Aguanta —me siseó.
Y empujó.
Fue un empuje firme y continuo. El dolor fue instantáneo, agudo, una sensación de desgarro que me hizo gritar. Lucas no se detuvo; su rostro se contrajo por el esfuerzo, pero siguió adelante, sin piedad, hasta que rompió la barrera y se clavó dentro de mí.
Me quedé sin respiración. Las lágrimas brotaron solas, pero el dolor, aunque punzante, fue inmediatamente sustituido por una sensación de llenura absoluta, de estar siendo poseída por completo.
Lucas se detuvo, clavado hasta el fondo de mi pequeña cavidad. Su cuerpo temblaba sobre el mío.
—Aguanta, Ruby —escuché su voz en mi oído, un susurro ronco de lástima y necesidad—. Esto es por tu madre.
Mi cuerpo tenso comenzó a relajarse a su alrededor. Él sintió el ajuste. Retiró su polla un poco y volvió a penetrar, esta vez con una lentitud torturadora, sintiendo el placer de llenar el espacio que acababa de crear.
—Ahora siente el placer, Rubí —me ordenó.
Empezó a moverse, con un ritmo profundo, constante y primitivo. Era duro, pero ya no dolía; era una fricción deliciosa que me hacía jadear. Sus caderas golpeaban las mías, y yo me arqueaba, buscando más.
Me cogió los senos con sus manos grandes, apretándolos con fuerza. Con sus pulgares, empezó a pellizcar mis pezones, tirando de ellos con una crueldad que me hacía temblar. La doble sensación —la dureza dentro y el dolor en mis pechos— me estaba volviendo loca.







