Aura se dirigió a la entrada de su edificio. Su pulso seguía acelerado, pero la determinación gélida había solidificado sus pasos. Se sentía incapaz de tomar el volante, sabiendo que su mente era un torbellino de pánico y furia, y que necesitaba llegar a El Oráculo con el menor perfil posible. Por eso, sacó el móvil para confirmar su única opción segura. En la pantalla, el nombre del conductor parpadeaba: Don Rafael.
Se cubrió con un largo tapado oscuro con capucha y se puso unos lentes de sol oscuros, un gesto inútil en la negrura de la noche, pero necesario para sentirse un poco más invisible.
Cuando el coche se detuvo, un sedán un poco gastado pero impecable, el hombre robusto y de cabellos blancos que estaba al volante sonrió al verla. Don Rafael siempre era un rayo de calma y decencia en las noches agitadas de Aura.
—¡Don Rafael, buenas noches! ¿Cómo está? Me alegra verlo esta noche —saludó Aura, forzando un tono más ligero al abrir la puerta trasera y deslizarse dentro. El tapad