Capítulo 33. Domingo de Cenizas
El aire en el dormitorio principal de los Zúñiga se sentía tan pesado como el terciopelo de las cortinas, que bloqueaban la gloriosa luz del mediodía dominical. Emilia, enfundada en una bata de seda color grafito, no se había levantado de la cama. Estaba hundida en un mar de sábanas revueltas, con la cabeza apoyada contra una pila de almohadas de plumas.
El impecable orden de la noche anterior había sido reemplazado por un desastre emocional y físico. A sus pies, su vestido esmeralda yacía en el suelo, una masa arrugada que reflejaba su estado anímico. Su cabeza le latía con un ritmo cruel, un eco del fracaso de la fiesta y, peor aún, del desafío de su hijo. La rabia, contenida la noche anterior por la necesidad de dar la cara, se había asentado en su estómago como ácido puro.
Ramiro me humilló. Nos humilló a todos.
Un suave golpeteo en la puerta la sacó de su oscura meditación.
—Adelante —murmuró Emilia, su voz ronca por el esfuerzo de hablar.
Era Carmen, la sirvienta más antigua, co