Capítulo 30. El cierre del cerco
La ciudad duerme, pero yo no. Nunca lo hace en realidad. Las calles parecen tranquilas desde la terraza, pero sé que debajo de esas luces apagadas se tejen hilos invisibles. Afuera, la noche está clara, inusualmente limpia para esta época, y las estrellas brillan como si fueran testigos curiosos de lo que se mueve en la tierra.
El eco de la gala todavía vibra en mis oídos. Copas, sonrisas falsas, cuchicheos. Y la frase de Alessia, su voz firme clavando respeto en medio de los tiburones: Montenegro se mide en respeto. Esa imagen me acompaña como un sello. Pero en este mundo las frases no bastan; se necesita pólvora detrás de cada palabra.
Enzo se acerca, discreto. El hombre sabe caminar como sombra. Trae un sobre, que por su rostro, no es de alguien confiable.
—Llegó hace unos minutos. Lo dejaron en la entrada, sin sello, sin nombre.
Lo tomo cuidadosamente. El papel es fino, demasiado elegante para ser anónimo, lo que ya es una ironía. Lo abro, buscando la verdad en todo este asunto. U