Narrador.
Días después…
La cabaña se llenaba de sonidos que no pedían atención, pero que la ganaban igual. El roce de hojas bajo pasos pequeños, el crujido de madera vieja cuando los niños brincaban, y la risa aguda que Sienna soltaba cada vez que Kenzo decía una palabra inventada.
Afuera, los mellizos se perseguían con coronas medio caídas, su juego favorito, uno con una muñeca bajo el brazo, la otra empujando un carrito que parecía un artefacto de exploración planetaria.
Desde el porche, Kael y Celeste observaban la escena.
Ella tenía una taza entre las manos, el aroma a té caliente flotaba suave. Él se apoyaba en el marco, con los brazos cruzados y esa expresión que no necesitaba palabras. Era una mezcla de orgullo, asombro y ternura que sólo los años permiten afinar.
—¿Lo habrías imaginado? —preguntó Celeste, sin girar la vista.
—¿Hace cuántos años? —replicó Kael—. ¿Cuando el mundo pesaba más que nosotros? Porque recuerdo que pasamos por momentos muy difíciles.
Ella sonrió.
—Cu