Narrador.
La tarde en casa de Luke estaba calmada, como si el viento supiera que debía respetar los procesos delicados de escribir cartas importantes.
El niño estaba sentado en medio de su habitación, rodeado por un ejército de lápices con distintas personalidades: unos afilados, otros mordidos, algunos que sólo servían para dibujar círculos torcidos. Había también tres borradores, uno con cara sonriente dibujada, porque Luke creía que eso “le daba más paciencia al papel”.
Sobre sus piernas reposaba un papel limpio, aún sin arrugas… sin historia para contar.
El niño pensaba.
Maritza pasaba de vez en cuando frente a la puerta, pero no se asomaba. Sabía que cuando Luke entraba en modo de reflexión silenciosa, cualquier interrupción podría hacer que la magia se escapara.
—Ok… carta —murmuró Luke, hablando para sí—. Carta amigable, carta valiente, quiero que no suene a despedida ni a un poema raro. Escribir una que no diga “te extraño” porque eso suena adulto.
Escribió dos palabras. Las