Narrador.
El campo detrás de la cabaña estaba lleno de risas suaves y pasto desordenado. Era día de coronas mágicas, según Sienna, quien había reunido todos los ingredientes que ella consideraba “altamente poderosos”: flores medio marchitas, ramitas con forma de letras, piedritas brillantes y trozos de tela que alguna vez fueron parte de una cortina.
Miriam la observaba desde una piedra baja, con expresión seria y manos cruzadas.
—¿Estas flores tienen magia?
—¡Imaginaria! —dijo Sienna, colocando una sobre su cabeza—. Eso quiere decir que hace efecto si tú crees lo suficiente. Es ciencia del corazón.
Kenzo, al otro lado del jardín, hacía sonidos de guerra con dos palos.
—¡La corona es falsa si no puede invocar relámpagos! —se quejó.
Sienna lo ignoró con elegancia experta.
—Y esta —agregó, tomando una flor azul—. Esta sirve para que no se te olviden los sueños lindos.
Miriam la aceptó con cuidado. Luego, con lentitud, empezó a tejer su propia corona. Sienna la ayudaba, pero sólo