Celeste.
La maternidad comenzó oficialmente esa noche.
El tipo de noche que parecía diseñarse para poner a prueba la resistencia física, emocional y psicológica de cualquier criatura viviente. Y por "cualquier criatura", me refiero a mí, Kael y todo aquel que tuviera la desgracia de dormir a menos de cien metros de la cabaña.
Sienna lloró primero. Fuerte y agudo. Como si hubiera visto el apocalipsis en miniatura. Me levanté como resorte, tropezando con una manta y chocando contra el marco de la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó Kael desde la cama, medio dormido.
—No sé, pero alguien va a gritar más fuerte que ella si no encuentro ese chupete.
Kael rodó fuera de la cama como un guerrero en misión secreta. El problema: no recordaba dónde había guardado los chupetes. Ni los biberones. Mucho menos las mantas. Ni nada, en realidad.
—¡¿Y si está llorando porque su espíritu se desalineó?! —preguntó él, con una expresión de absoluto pánico.
—¡Está llorando porque es un bebé, Kael!
Kenzo se unió.