Eva Moretti ha pasado dos años en una relación secreta con Jason Barut, el magnate más poderoso del país, o eso creía. Desde el primer momento, él le prometió que la haría parte de su mundo, que pronto la presentaría ante su familia y que su amor ya no sería un secreto. Pero las promesas nunca se cumplieron. Eva, ilusionada, ignoró las señales hasta que una mañana su vida se desmoronó; tras recoger el saco de Jason de la tintorería, volvió a la oficina y lo encontró enredado entre los brazos de Penélope, su primer amor y la mujer que, según todos, nunca pudo olvidar. Traicionada y humillada, Eva es cruelmente despreciada por Jason y Penélope, quienes no solo la ridiculizan, sino que también difunden mentiras sobre ella. El estrés de la situación la lleva a una tragedia inimaginable; pierde a su bebé sin siquiera saber que estaba embarazada. Pero cuando la revisan en el hospital, qué esperaba gemelos, y aunque perdió a uno, el otro sigue con vida. Con el corazón roto, Eva huye a otra ciudad gracias a la ayuda de su amiga. Allí, lejos de la sombra de Jason, consigue un nuevo trabajo como asistente en una poderosa empresa y conoce a Gabriel Montenegro, un magnate que lleva consigo sus propios demonios y secretos. Gabriel no es un hombre amable ni paciente, pero algo en Eva despierta su interés. A pesar de su actitud fría y calculadora, la observa con una mezcla de curiosidad. Lo que Eva no sabe es que su pasado aún la persigue, y que pronto, volverán a aparecer en su vida, dispuestos a destruirla una vez más. Pero esta vez, Eva luchará con cada fibra de su ser, no solo por ella, sino por la vida que crece en su vientre.
Leer más— Dime que me deseas, Eva — susurró Jason contra su piel, sus labios recorriendo su cuello con una mezcla de urgencia y posesión.
— Te deseo, Jason... — susurró ella, sintiendo su cuerpo arder bajo su tacto.
Era un amor secreto, un amor prohibido. Dos años de encuentros furtivos, de noches de pasión en habitaciones de hotel, de promesas susurradas en la penumbra. Dos años esperando que él finalmente la presentara a su familia. Pero eso nunca pasó.
Y ahora entendía por qué.
La oficina de Jason Barut era un reflejo de su poder: elegante, impecable, con ventanales que daban a la ciudad como si fuera su dueño. Ahí, en ese mundo de cristal y acero, Eva Martín había sido su sombra por dos años.
Dos años siendo su asistente, su amante en la oscuridad, su secreto mejor guardado.
Se ajustó la blusa color perla y echó un vistazo rápido a su reflejo en el espejo del ascensor. Ojos grandes, labios temblorosos. Se veía como lo que era: una mujer enamorada que, contra toda lógica, seguía creyendo en las promesas de un hombre que nunca la había presentado oficialmente.
— Pronto, amor — le había dicho Jason la última vez, besándole el cuello—. Pronto te presentaré a mi familia. Sólo un poco más de paciencia.
Eva quería creerle. Aunque sabía que no era como las mujeres con las que él solía salir. No tenía apellido ilustre ni contactos poderosos. Criada por su abuela en un pequeño departamento, Eva había trabajado desde los dieciocho para pagar sus estudios. Una huérfana sin linaje, sin fortuna, sin nada más que un amor tonto por un hombre que, en el fondo, se avergonzaba de ella.
Pero hoy sería diferente. Volviendo de la tintorería con su saco en brazos, Eva entró en la oficina de Jason sin anunciarse. La escena la golpeó como una daga en el pecho.
— Ahh... Jason... — La mujer gimió su nombre con un deleite que desgarró el alma de Eva.
Allí estaba él. En su escritorio. Desnudo. Aferrando con ambas manos las caderas de una mujer de cabello rojizo que gemía su nombre como si fuera una oración.
— M****a… — Jason se tensó al verla en la puerta, pero no se detuvo —. Cierra la puerta, Eva.
Eva sintió que su pecho se rompía en mil pedazos.
— Qué… — Su voz fue un susurro.
La mujer rió.
— Oh, qué adorable. ¿Es esta la asistente de la que me hablaste, Jason?
Eva dio un paso atrás. No podía respirar. Todo su mundo se derrumbaba y Jason ni siquiera se molestaba en detenerse. La mujer se giró levemente, dejando ver su rostro.
Era Penélope Donovan, la ex de Jason. No. Su primer amor. La mujer que su suegra adoraba. La que Eva nunca podría reemplazar.
— Eres… tú… — susurró Eva.
Penélope sonrió. Se levantó con una calma cruel, buscando su blusa de seda mientras Jason se subía el pantalón con una lentitud irritante.
— No deberías estar sorprendida, querida — dijo Penélope con falsa dulzura —. Vamos, no creerías que Jason iba a presentarte con su familia, ¿verdad? Una asistente sin apellido, criada por una anciana en un barrio barato… Vaya, ¡es hasta patético!
Eva sintió náuseas.
— Jason… dime que esto no es real…
Jason se terminó de ajustar la camisa. Finalmente, la miró, pero no con arrepentimiento. Ni siquiera con culpa.
— Ya es hora de que crezcas, Eva.
Su corazón dejó de latir por un instante. Es Jason, el hombre que ama y le había hecho promesas que ingenuamente ella las creyó. Era el mismo hombre que le bajó la luna y las estrellas, que le hizo el amor. Sus ojos recorrieron la oficina, y en su mente se reprodujeron todas las veces que la tomó de forma salvaje, y ahora, alguien más era poseída por él. Por su Jason. Su amor.
— ¿C-cómo dices?
Jason se encogió de hombros.
— No deberías haberte enamorado. Me gustabas, claro. Pero vamos, Eva. Tú sabías que esto nunca iba a ser serio.
— Pero me prometiste…
— Te dije lo que necesitabas oír para seguir en tu lugar. Ahora, si tienes dignidad, ve a trabajar sin decir nada y sal de mi vida —. Las palabras de Jason eran duras, y ni siquiera la miraba en la cara, estaba centrado en su celular, mientras ella se hundía.
La risa de Penélope la atravesó como un cuchillo.
— Ay, pobrecita. Debería darte algo, querida. ¡Oh, ya sé! — Se sacó un fajo de billetes de su bolso y lo lanzó a los pies de Eva —. Para que al menos te lleves algo por el tiempo que perdiste aquí.
El silencio en la habitación era ensordecedor.
Jason miró a Eva con indiferencia. Sin una pizca de culpa.
— Vete, Eva. No hagas un escándalo. Ya no eres nada aquí. — Su mirada era dura, aunque había cierta guerra interna en sus ojos, o solo era ella queriendo creer en algo que no existía.
El aire se tornó pesado, sofocante. Eva sintió un dolor agudo en su vientre, una punzada desgarradora que la obligó a doblarse ligeramente. Un frío helado recorrió su columna.
— Tú... — murmuró, llevándose una mano al abdomen. Algo estaba mal. Algo muy mal.
Jason avanzó hacia ella, pero Eva retrocedió.
— No me toques. No vuelvas a tocarme nunca más.
Un espasmo la sacudió, una ola de dolor tan intensa que le cortó la respiración. Sintió algo húmedo deslizarse entre sus piernas. Bajó la mirada y vio la mancha roja extendiéndose por su falda.
— Oh, Dios... — susurró, sintiendo cómo el mundo se desmoronaba a su alrededor.
— ¡Eva! — Jason intentó sujetarla, pero ella tambaleó; sin embargo, pese a ello, no se dejó atrapar por él.
Las lágrimas se desbordaron. El dolor se mezcló con la rabia, con la impotencia, con el horror de darse cuenta de que había vivido en una mentira y sobre todo, que estaba… estaba perdiendo a su bebé.
No era nada.
No lo pensó. No razonó. Simplemente escupió en su dirección antes de girar sobre sus talones y salir corriendo.
— Eres un hijo de puta, Jason. Un tremendo hijo de puta.
Los pasillos de la empresa parecían una prisión. Cada paso era un golpe en el corazón, cada susurro de los empleados era un cuchillo en su espalda. Y todo comenzaba a nublarse.
— ¿Vieron su cara? — dijo una de las empleadas.
— Dicen que Jason sólo jugaba con ella.
— Pobre… creyó que podía ser algo más que la mujer con la que se acostaba.
— Los hombres somos así, cuando queremos algo. — Ese era un hombre burlándose de ella.
«Malditos hipócritas.» pensó.
Eva corrió hasta la salida. Sus piernas tambaleaban. Su pecho se agitaba con espasmos de dolor y humillación. La luz del sol sobre la ciudad la cegaban, el ruido del tráfico le perforaba los oídos.
No era nada.
Y lo peor de todo es que había creído que lo era todo para él.
«¡Qué tonto eres, Eva!»
«Tonta, tonta, tonta.»
Jason Barut había sido su mundo. Y ahora, su mundo estaba hecho pedazos.
Todo se volvió un remolino de voces distantes, de una realidad que se le escapaba entre los dedos. La traición, el dolor, la sangre... todo se mezclaba en una espiral de angustia.
Y entonces, la oscuridad la reclamó.
Cayó desmayada, con el eco de su propio llanto perdido en el vacío.
Al día siguiente, el sol se filtró por las cortinas con una delicadeza de cuento. Eva y Gabriel empacaban sus maletas en silencio, sonriendo de vez en cuando al recordar la noche anterior.Los amigos les dieron una despedida ruidosa, entre abrazos, consejos irreverentes y promesas de mantenerse en contacto mientras ellos se perdían del mapa por unos días.Al subir al auto que los llevaría al aeropuerto, Eva apoyó la cabeza en el hombro de Gabriel.— ¿A dónde me llevas, eh?— A un lugar donde no necesites ropa, ni zapatos… — susurró él en su oído —. Solo ganas de seguir pecando conmigo.— Dios… — rió ella, besándolo —. No vas a darme descanso, ¿verdad?— Ni un poco. Después de anoche, quiero más. Quiero cada centímetro de ti, Eva. En la arena, en el agua, en la cama… donde sea. Pero contigo.Eva sonrió, cerrando los ojos mientras el auto se alejaba.La luna de miel apenas comenzaba.Y los días por venir prometían más fuego, más amor… y un infierno de dulzura.Una semana después…La bri
El salón estaba encendido de alegría. Las luces resplandecían como estrellas cercanas, los murmullos se entrelazaban con risas, y la música aún mantenía viva la euforia del momento. Eva y Gabriel danzaban como dos enamorados recién nacidos, y los invitados seguían brindando por el amor, por la familia, por todo aquello que daba sentido a la vida.Pero entonces, la atmósfera vibró de una manera distinta.Gael entró al salón de la mano de Penélope. Ella tenía el cabello algo revuelto, los labios aún ligeramente hinchados por los besos, y en su dedo, una sortija nueva brillaba con descaro. Él caminaba erguido, seguro, con esa mezcla de determinación y ternura que lo volvía irresistible.Algunos invitados notaron el cambio en el aire y se giraron hacia ellos. La sonrisa de Penélope era abierta, vulnerable y orgullosa. Gael, por su parte, la miraba como si caminara al lado de la reina del mundo.— Disculpen… — dijo Gael alzando un poco la voz. La música bajó suavemente.Todos se giraron ha
La música aún vibraba en las paredes del gran salón, donde luces cálidas bailaban entre cristales, copas alzadas y risas sinceras. La boda de Eva y Gabriel era un verdadero espectáculo de alegría, y todos los invitados parecían haberse dejado llevar por el entusiasmo, la dicha colectiva, ese sentimiento de que el amor aún tenía un lugar sagrado en medio del caos del mundo.Penélope había bailado con algunos amigos, había brindado con champaña, había reído. Pero había algo más en el aire esa noche, un cosquilleo invisible que se colaba bajo su piel cada vez que su mirada se cruzaba con la de Gael, ese hombre que había aparecido en su vida como una tormenta: intensa, peligrosa y hermosa.Y ahora, en medio de esa euforia compartida, Gael la tomó de la mano. No dijo nada. Solo entrelazó sus dedos con los de ella, y la arrastró suavemente entre la multitud, por un pasillo lateral, hacia un lugar más tranquilo. Penélope no se resistió. Sentía que su corazón latía con fuerza, con prisa, como
Tres meses pasaron desde aquel día trágico, y la vida comenzó a acomodarse en su nuevo orden. Finalmente, la boda de Gabriel y Eva se celebraría en un lujoso hotel, rodeado de jardines exuberantes llenos de flores. La decoración era exquisita, digna de la realeza, y Eva no podía evitar sentirse abrumada por la belleza que la rodeaba.El día de su boda, Eva se miró en el espejo, admirando el vestido bordado con piedras que llevaba puesto. Era un diseño elegante que acentuaba su figura y la hacía sentir como una reina. Su cabello estaba recogido en un peinado que realzaba su belleza, y el maquillaje era sutil, pero suficiente para hacerla brillar. Sin embargo, la ansiedad la invadía.— ¿Y si tropiezo mientras camino? — preguntó, mirando a Penélope con un atisbo de preocupación en sus ojos.— No tropezarás — respondió Penélope, sonriendo con confianza —. Estás lista para esto.— ¿Y si me deja plantada...? — dijo Eva, sintiendo que su corazón se aceleraba aún más.Penélope la miró, c
Los días pasaron, y la vida en la mansión de los Montenegros se tornó más complicada. La pérdida de Francisca había dejado un vacío, y todos estaban lidiando con sus propios demonios. Eva y Gabriel se preparaban para su boda, pero la sombra del pasado seguía acechando.Un día, mientras organizaban los detalles, Ben entró en la habitación, su expresión seria.— Señor, hay algo que deberías saber — dijo, su voz grave.Gabriel y Eva se miraron, sintiendo que la tensión aumentaba.— ¿Qué pasa? — preguntó Gabriel, su voz llena de preocupación.— La policía ha encontrado un cuerpo — dijo Ben, su mirada fija en Gabriel —. Hay una investigación en curso, y podrían necesitar tu testimonio. Sospechan que se trata de la señorita Leonarda.Eva sintió un escalofrío recorrer su espalda. La situación se complicaba aún más.— ¿Qué significa eso? — preguntó Gabriel, su voz tensa —. ¿Leonarda muerta?— Significa que tendrás que enfrentar a la policía, y todo lo que eso conlleva. Quieren que hab
Al salir al pasillo, las luces del hospital parpadeaban de manera tenue, y Eva sintió que el aire se volvía más pesado. La angustia por Gabriel y el dolor por la pérdida de Francisca la abrumaban, y sabía que debía ser fuerte. Eva respiró hondo antes de abrir la puerta de la habitación del hospital. El aire estaba impregnado de un olor a desinfectante, y un silencio inquietante la envolvía. Al entrar, su corazón se detuvo por un instante al ver a Penélope acostada en la cama, pálida como la luna, con un hematoma oscuro que contrastaba con lo blanco de su piel. La imagen era desgarradora, y un nudo se formó en su garganta. Penélope levantó la vista y, a pesar de su estado, le sonrió débilmente. — Lo siento por irme sin avisar — dijo, su voz un susurro, pero lleno de sinceridad. Eva sintió cómo las lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos. Se acercó a ella y la abrazó con fuerza, como si pudiera transferirle toda su energía. — Cuando me dijeron que estabas hospitalizada, me
Último capítulo