Al día siguiente, el sol se filtró por las cortinas con una delicadeza de cuento. Eva y Gabriel empacaban sus maletas en silencio, sonriendo de vez en cuando al recordar la noche anterior.
Los amigos les dieron una despedida ruidosa, entre abrazos, consejos irreverentes y promesas de mantenerse en contacto mientras ellos se perdían del mapa por unos días.
Al subir al auto que los llevaría al aeropuerto, Eva apoyó la cabeza en el hombro de Gabriel.
— ¿A dónde me llevas, eh?
— A un lugar donde no necesites ropa, ni zapatos… — susurró él en su oído —. Solo ganas de seguir pecando conmigo.
— Dios… — rió ella, besándolo —. No vas a darme descanso, ¿verdad?
— Ni un poco. Después de anoche, quiero más. Quiero cada centímetro de ti, Eva. En la arena, en el agua, en la cama… donde sea. Pero contigo.
Eva sonrió, cerrando los ojos mientras el auto se alejaba.
La luna de miel apenas comenzaba.
Y los días por venir prometían más fuego, más amor… y un infierno de dulzura.
Una semana después…
La bri