Natalia había perdido la noción del tiempo; no sabía si habían sido horas o días. La rabia y el dolor que ardían en su pecho le nublaban la razón. Cuando el llanto menguó, una calma tirante la devolvió a un mínimo de claridad. Pensó, entonces, que no podía quedarse inmóvil: debía actuar con paciencia y esperar su oportunidad.
Alguien finalmente entró: un hombre con la camisa arrugada que traía una bandeja con comida. Se inclinó, dejó la bandeja al lado de la cama y, sin mediar palabra, desató las ataduras de las manos de Natalia. No la miró a los ojos; su indiferencia era una vergüenza más clavada en su carne. Luego se volvió hacia la puerta, dispuesto a marcharse.
—Quiero hablar con tu jefa —le dijo ella, usando la voz más firme que pudo.
El hombre se volvió y la miró con desprecio, el gesto duro.
—No estás en posición de pedir nada aquí, puttana —escupió, la última palabra cargada de asco.
Natalia no cedió. Su voz, aunque rasposa, salió altanera:
—La única puta aquí es Anabella. Ve