Anabella hablaba como quien saborea un triunfo ya escrito. Sus ojos brillaban con esa ambición afilada que la consumía por dentro; cada palabra que pronunciaba venía envuelta en un orgullo oscuro. En su mente ya comenzaba a dibujar el futuro: Tito relegado, su pequeño poder desvanecido frente al de Alessandro. Cuando fuera la esposa del Don —se decía— mataría a ese imbécil con sus propias manos y se aseguraría de que su caída fuera lenta y dolorosa. El deseo de venganza le brillaba en la mirada.
—Quiero agradecer a la familia Farretti —dijo, alzando ligeramente la copa y clavando la mirada en Alessandro, cuyos ojos, fríos e impenetrables, no devolvieron emoción alguna—. Gracias por asistir a esta reunión, cuyo fin es que estas dos familias lleguen a un acuerdo… para convivir y prosperar juntos.
Las palabras resonaron huecas en la bodega. Alessandro escuchaba y, por dentro, se preguntaba cómo había sido tan estúpido al dejar que su corazón y su atención se posaran en una mujer tan frív