Alessandro se sirvió otro trago. Esta vez lo sostuvo entre las manos, bebió un sorbo y caminó hasta su escritorio. Apoyó el vaso, se aflojó la corbata con un gesto brusco y se arremangó la camisa. Sobre la mesa dejó la pistola, como quien deposita una promesa de acción, y se sentó, el rostro tenso.
—¿A dónde quieres llegar? —preguntó, la voz áspera por la mezcla de alcohol y adrenalina.
Marcello golpeó suavemente la ceniza contra el cenicero y se inclinó hacia delante, serio. —A que te enfoques. Los sentimientos no sirven de nada cuando estás negociando o ejecutando un plan. Son un lastre.
—¿De qué sentimientos hablas? —replicó Alessandro, clavando la mirada—. ¿Quieres que no me preocupe por mi hijo?
—No me sigas mintiendo, Ale. —Marcello dejó el puro entre los dedos y lo miró con una franqueza cortante—. Yo te conozco mejor que nadie. Esta rabia que te consume no viene solo por la criatura: viene por ella. Estás enamorado de Natalia y te nubló la razón. Quieres venganza porque tocaro