Marcello, hombre de cabeza fría y consejero fiel, lo miraba con la paciencia de quien ha visto al amigo cometer errores por impulso mil veces. Conocía a Alessandro desde la infancia: sus familias venían de la misma isla del Mediterráneo, inmigrantes que llegaron a Estados Unidos en busca de una vida mejor. Para ellos, Sicilia no era solo un recuerdo, era sangre y costumbre; sus padres, sin otra salida honesta a la vista, se dedicaron al contrabando hasta levantar un pequeño imperio. Así crecieron ambos, entre calles ganadas a la fuerza, hasta que el padre de Alessandro se convirtió en capo y el de Marcello en su consigliere.
Pero cuando eran niños, en la escuela aquello no valía nada. La ley del más fuerte castigaba al débil, y Marcello había sido siempre el chico menudito que sufría las bromas y los golpes. Alessandro, nacido con el temple de quien no se arredra, lo defendió una tarde; unos bravucones lo habían acorralado y estaban por golpearlo. Alessandro se lanzó al tumulto como u