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Sicilia resultó ser incluso más maravillosa de lo que Natalia había imaginado. Palermo la recibió con su aire señorial y su historia marcada en cada edificio. Caminaban por calles donde las cicatrices visibles de la Segunda Guerra Mundial convivían con los palacios majestuosos que alguna vez alojaron monarquías. Natalia se detenía a tocar las piedras antiguas, como si pudiera leer en ellas los secretos del pasado, mientras Alessandro le narraba anécdotas con el orgullo de quien muestra un pedazo de su alma.
Luego, la llevó a conocer la costa sur, hasta el Valle de los Templos. Desde lo alto de la colina, los templos dóricos se alzaban imponentes contra el cielo, guardianes eternos de la memoria griega: Zeus, Hera, Deméter… Allí, entre aquellas columnas milenarias, Natalia lo miró y sonrió. En ese escenario sagrado, Alessandro parecía un dios antiguo, esculpido con la perfección del mármol, y ella sintió que estaba destinada a estar a su lado.
Día tras día, él se dedicó a m