Alessandro bajó a desayunar la mañana siguiente. Apenas puso un pie en el comedor, lo primero que buscó con la mirada fue a Natalia. Necesitaba verla, asegurarse de que estaba bien, deleitarse con su risa fresca y con esos platillos que preparaba solo para él, manjares que disfrutaba con un placer casi pecaminoso.
Pero el asiento de ella estaba vacío. El golpe de decepción le cayó en el estómago como un hierro ardiente.
—¿Y Natalia? —preguntó de inmediato, con la voz más áspera de lo que pretendía.
Ofelia, con el mandil aún húmedo por el agua del fregadero, lo miró con una mezcla de sorpresa y naturalidad.
—En su habitación, señor. Quizá se le pegaron las sábanas.
Él apretó la mandíbula. No, no era pereza lo que retenía a Natalia. La conocía demasiado bien. Había algo más en esa ausencia.
Decidió no insistir, al menos por el momento. Pero la inquietud lo acompañó como una sombra que le ensuciaba el ánimo. Salió de la casa con un humor sombrío y se marchó directo al club, ese lugar don