Natalia visitó a Rosa esa misma tarde. Para su alivio, encontró a su abuela mucho mejor que la última vez. La doctora le explicó que, si continuaba progresando, muy pronto podría regresar a casa. Rosa, con una sonrisa tenue, le confesó que su visita había sido un bálsamo para su recuperación.
La noticia llenó de alegría a Natalia; sentía que, poco a poco, las cosas volvían a su cauce. Pasó toda la tarde con ella: la bañó con delicadeza, la ayudó a cambiarse de ropa y peinó su cabello plateado mientras la mujer le relataba historias de su juventud.
—Yo era muy linda, ¿sabes? —dijo Rosa con una risa ligera y la mirada perdida en el recuerdo—. Los chicos del pueblo me invitaban a salir todo el tiempo, pero yo solo tenía ojos para tu abuelo.
—¿Y cómo era él cuando joven? —preguntó Natalia, entretenida, mientras terminaba de trenzarle el cabello.
—Un hombre gallardo, imponente —respondió su abuela, y sus ojos se iluminaron con nostalgia—. Me enamoré al instante… y él de mí. Nos volvimos lo