Los días pasaron, y la tregua se mantuvo.
Resguardada siempre por guardaespaldas, Natalia podía entrar y salir de la villa a su antojo. Visitaba a su abuela Rosa todos los días; cada jornada la encontraba mejor, más fuerte. A veces Rosa preguntaba por Franco, y Natalia callaba, inventando evasivas. ¿Qué podía decirle? Que su padre había desaparecido en sus negocios turbios, quizá hundido en vicios o disfrutando del dinero manchado que había ganado. Lo importante era que ya no podía dañarlas. Esa certeza le daba paz: ahora tenía a Alessandro.
De regreso a la villa, Natalia encontraba refugio en Ofelia, la mujer que se encargaba de que aquel palacio enorme pareciera un hogar. A la hora de la cena, todos los trabajadores comían juntos en la gran mesa; era impensable negarse, pero nadie quería perderse aquel ritual que daba calor a la casa.
Desde que estaba allí, Natalia había engordado algunos kilos. Ya no era tan delgada; ahora su cuerpo estaba más lleno, más saludable, con un brillo di