El veneno y la vara

La noche llegó con una lentitud agonizante. Cada hora que pasaba era un recordatorio de lo que se acercaba. La palabra "donación" resonaba en mi mente como un eufemismo cruel. No era una donación; era una extracción. Un sacrificio.

Cassian fue quien vino a buscarme. Me entregó un sencillo vestido de lino blanco, sin mangas. "Es práctico", dijo, sin más explicaciones. Al cambiarme, sentí la tela áspera contra mi piel, como el uniforme de un condenado.

No me llevó a una clínica o un laboratorio, sino a una estancia que no había visto antes. Era circular, con el suelo de piedra negra pulida. En el centro, sobre una plataforma baja, había una especie de diván alto, acolchado con terciopelo del mismo color oscuro. Las paredes estaban desnudas, salvo por unas antorchas que proyectaban sombras danzantes y alargadas. El aire olía a hierbas secas y a tierra, un aroma antiguo y ritualístico.

Kaelan ya estaba allí. Vestía de negro, como siempre, pero se había despojado de la chaqueta. La camisa blanca, con los puños abiertos, revelaba sus antebrazos pálidos y fuertes. Lysander estaba de pie en la penumbra, observando con esa sonrisa de depredador que nunca parecía abandonarle.

"Acuéstate", dijo Kaelan. Su voz era plana, profesional, pero sus ojos... sus ojos brillaban con una luz interior que no había visto antes. Hambre. Anticipación.

Temblando, me subí al diván. La piedra estaba fría incluso a través del terciopelo. Me recosté, sintiéndome absurdamente expuesta en el simple vestido blanco bajo la luz parpadeante de las antorchas.

Kaelan se acercó. Su silueta se cernía sobre mí, bloqueando la luz.

"Esto dolerá", murmuró, y por primera vez, creí detectar un atisbo de algo que no era crueldad. ¿Resignación? "Al principio. Luego... la sensación cambiará."

Cassian se situó cerca de mi cabeza. "Concéntrate en respirar", indicó con su voz serena. "No luches."

Antes de que pudiera prepararme, Kaelan inclinó su cabeza. Su aliento gélido rozó mi cuello, justo en la unión con el hombro. Un escalofrío violento me recorrió. Cerré los ojos con fuerza, apretando los puños.

El dolor fue agudo y preciso, como el pinchazo de dos agujas de hielo que se hundían profundamente en mi carne. Contuve un grito, ahogándolo en un jadeo. Sentí un tirón suave, y luego una sensación extraña, no del todo desagradable, de vacío. Era la succión.

Pero entonces, algo cambió.

El dolor inicial se disipó, reemplazado por un calor que empezó a extenderse desde el punto de la mordida. No era el calor del sol o de una manta, sino algo más profundo, más interno. Una oleada de languidez invadió mis miembros, pesada y sedosa. Una niebla dorada nubló mi mente, ahogando el miedo, disolviendo la tensión. Un suspiro tembloroso escapó de mis labios.

Abrí los ojos. La mirada de Kaelan estaba fija en un punto por encima de mí, sus pómulos afilados, su expresión era de concentración extrema, casi de éxtasis. Y entonces, lo vi. Donde su piel tocaba la mía, unos delicados trazos negros, como filigranas de tinta, comenzaron a extenderse desde la herida, serpenteando por su antebrazo. Mi sangre, dentro de él, estaba dejando una marca.

El calor dentro de mí se intensificó, transformándose en un fogonazo de placer puro y distorsionado. Era como si cada célula de mi cuerpo se estuviera despertando, alborotada por un fuego frío. Un sonido involuntario, un gemido bajo, vibró en mi garganta. Me avergoncé al instante, pero la sensación era demasiado poderosa, demasiado adictiva para reprimirla por completo.

Kaelan retiró sus colmillos con un movimiento rápido y limpio. Sus ojos, ahora de un plateado casi blanco, se clavaron en los míos. En su rostro había una mezcla de satisfacción y de algo más... asombro.

Lysander silbó suavemente. "Increíble. Las marcas... son inmediatas."

Kaelan no respondió. Con el dorso de su mano, limpió una gota de sangre de su labio. Su mirada no se apartaba de mí. Yo yacía allí, jadeando, el cuerpo ardiendo con los ecos de ese placer prohibido, la mente nadando en un éxtasis químico. Me sentía vulnerable, expuesta, pero también más viva de lo que nunca había estado.

"El veneno... en su sangre", murmuró Cassian, acercándose. Su rostro impasible mostraba una grieta de genuina sorpresa. "Se está fusionando. No la está matando. La está... alterando."

Kaelan extendió su mano, la que tenía las filigranas negras. Las líneas ya empezaban a desvanecerse, absorbidas por su piel.

"Es más fuerte de lo que pensaba", dijo, y su voz sonaba diferente. Más áspera. "Mucho más fuerte."

En ese momento, la pesada puerta de la estancia se abrió de golpe. Lysander y Cassian se pusieron en guardia al instante, pero fue la figura en el umbral la que me heló la sangre.

Era el hombre del bosque.

De cerca, era aún más imponente. Alto, con el cabello castaño rojizo atado en una cola baja, y ojos del color del ámbar. Su rostro, marcado con runas pálidas similares a cicatrices, estaba torcido en una mueca de furia y desprecio. Vestía una armadura de cuero oscuro y una capa gruesa.

"Kaelan", rugió, su voz un trueno en la estancia circular. "¿En qué oscura locura te has embarcado?"

Kaelan se volvió lentamente, colocándose entre el recién llegado y yo. Su postura era relajada, pero cada músculo parecía listo para la explosión.

"Alistair. No fuiste invitado."

"¡Invitar!", escupió Alistair. "Has traído una involucrada a nuestro santuario. Una humana. Y no cualquier humana." Sus ojos ámbar se clavaron en mí, en el vestido blanco, en las dos pequeñas marcas en mi cuello que empezaban a palpitar con un dolor sordo. "Su esencia contamina el aire. El Concilio lo sabe. Y no lo permitirán."

"El Concilio no dicta mis acciones", replicó Kaelan, su voz gélida.

"¡Esto no se trata de ti!", gritó Alistair, señalándome con un dedo acusador. "¡Esa cosa que trajiste no es una simple donante! Es una vara, Kaelan. Una Vara de Perséfone. ¿O es que estás tan cegado por tu arrogancia que no puedes verlo?"

El término cayó en la estancia como una bomba. Hasta Lysander perdió la sonrisa. Cassian contuvo la respiración.

Kaelan no se inmutó. "Son supersticiones antiguas."

"¡Son profecías!" Alistair dio un paso al frente, desafiante. "Y si es cierto, la has condenado. Y nos has condenado a todos contigo. Te daré hasta el próximo plenilunio. Mátala y entrega su corazón al Concilio como penitencia. Si no..." Hizo una pausa, su mirada cargada de una promesa de violencia. "...vendré por él yo mismo. Y no vendré solo."

Sin esperar respuesta, Alistair giró sobre sus talones y salió, dejando la puerta abierta y una tensión aún más pesada que antes.

El placer inducido por el veneno se había disipado por completo, reemplazado por un terror glacial. Me incorporé temblorosa, llevándome la mano al cuello. La herida ardía.

"¿Qué... qué es una Vara de Perséfone?", pregunté, mi voz un hilo de sonido.

Kaelan se volvió hacia mí. Por primera vez, vi algo más allá de la frialdad o la posesión en sus ojos. Vi preocupación. Una preocupación profunda y peligrosa.

"Un mito", dijo, pero su tono no era convincente. "Una leyenda sobre una humana cuyo corazón, se dice, puede otorgar un poder inmenso o destruir un linaje por completo."

Se acercó, y su sombra me envolvió de nuevo.

"Parece, Elara", susurró, sus ojos gris plateado recorriendo mi rostro pálido, "que tu valor acaba de aumentar exponencialmente. Y que tu vida, de repente, tiene muchos más interesados en verla terminar."

La mirada fija en sus ojos, comprendí la verdad. Ya no era solo una prisionera o una fuente de alimento.

Era un arma. Y todos, incluido quizás mi propio captor, querían apuntar conmigo.

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