Esta vez, Seraphine caminaba sola. Sus zapatos no hacían ruido sobre la alfombra gris oscura que se extendía hasta el final del corredor. Su mano rozó los grabados en la pared—símbolos antiguos que alguna vez pertenecieron a las tribus fundadoras de Mooncliff, antes de que la Alianza Occidental se formara. El gesto no era por nostalgia; quería recordarse a sí misma que el poder que ella y Alaric sostenían no era solo herencia, sino el resultado de décadas de disputas territoriales, sangre y promesas atadas por el miedo.
En la siguiente esquina, un joven soldado permanecía rígido, saludando. Seraphine lo observó unos segundos y siguió caminando sin decir palabra. El soldado inclinó más la cabeza, pero en el rabillo del ojo, Seraphine percibió un leve nerviosismo. Una nota mental quedó marcada.
Mientras tanto, en el otro extremo de la fortaleza, Alaric de