El aire estaba pesado cuando entré en la oficialía de registro, el lugar frío y rígido que me aguardaba para sella r mi destino. El sonido de mis tacones retumbaba en el silencio de la sala, como un recordatorio de lo irrevocable que era todo esto. Mis manos temblaban de forma incontrolable, y, por más que trataba de ocultarlo, era imposible. Podía sentir cada latido de mi corazón, acelerado, en mi garganta.
Pietro estaba allí, de pie junto a una mesa, acompañado por su hermano Nikolas, supongo. Mi hermana se encargó de googlearlos antes de llegar a la oficialía en la limosina que el propio Pietro había enviado. Su figura se erguía con una distancia que me hacía sentir ajena, como si estuviéramos en dos mundos paralelos. La sensación de estar frente a un desconocido me invadió al instante. Su presencia estaba marcada por la frialdad, por la profesionalidad que tan bien había aprendido a adoptar para cubrir sus verdaderos sentimientos.
Mis padres estaban a un costado, en silencio, con