No volví a mirar hacia el balcón. Lo decidí en el mismo momento en que mis tacones hicieron contacto con el mármol pulido del salón. Había cosas que dolían más si se veían dos veces. Y lo que había vislumbrado entre Pietro y aquella mujer —Serena— ya era suficiente tortura como para seguir alimentándola con mi propia curiosidad.
Me acerqué a la barra como quien huye, pero queriendo fingir que pasea. Me tomé un segundo para acomodar el vestido, que se me había pegado a la piel por el calor. Las luces de las lámparas de cristal bailaban en el reflejo de las botellas tras el bar, y el aroma a madera envejecida, perfume caro y flores frescas llenaba el aire con una dulzura casi irónica.
—¿Qué desea la señora? —me preguntó el barman, con una sonrisa mecánica.
—Algo que no parezca alcohol, pero que me ayude a soportar una noche como esta —respondí con una sonrisa medio torcida.
El hombre asintió y se giró para preparar algo con mucho hielo, algo rojo, una rodaja de limón y un movimiento háb